Nuestra fe en Dios no es puramente cerebral y menos un simple rito frío; tampoco un entramado de simbolismos. Dios ha querido que la fe sea una cosa bien simple. Para eso se ha puesto al alcance de nuestra mente, de nuestras manos, y también de nuestros labios. La encarnación del Hijo de Dios es precisamente eso. En Jesús de Nazaret se ha puesto a nuestra disposición, al alcance de nuestros sentidos: Oíd, mirad, gustad, tomad, tocad, comed, bebed. Aunque parezca muy paradójico, tenemos a un Dios a quien podemos escuchar, comer, beber, gustar.
Es la eucaristía, y no hay por qué escandalizarse. Es que Dios es así, es que Él obra así; son las cosas del amor de Dios. Pensar y creer en Dios está bien; ofrecerle primicias y sacrificios, también. Pero Él quiere algo más: Quiere que comamos la Carne y bebamos la Sangre de su Hijo, hecho hombre, muerto en la Cruz, y resucitado, y que lo hagamos si de veras queremos estar en el cielo, vivir por toda la eternidad.
La eucaristía es una provocación por parte de Jesús. Es creer en Él, sentir hambre, comer su Cuerpo y beber su Sangre, querer tener vida más allá de la muerte. Es el amor de Dios que se convierte casi que en un desafío a toda la humanidad: comer el Cuerpo y beber la Sangre de Jesús. Vivir en Él y que Él viva en mí, en cada uno de nosotros. Es la eucaristía.
Es como si el Señor Jesús quisiera provocarnos todos los días. Es como si nos invitara a gritar: ¡Sí creo! cada vez que oímos al sacerdote decir en el altar: “Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros”.
Provocación, invitación a que cada uno pueda decir: Yo siento hambre, yo siento sed, yo quiero vivir en Él, para ser así capaz de vencer la muerte y estar un día con el Padre, con su Hijo Jesús, el Espíritu Santo y con María la Madre de Jesús, que fue llevada al cielo en cuerpo y alma, con los ángeles y todos los santos. Y no debe darme pena confesarlo: Vivo con hambre de la carne de Cristo, vivo con hambre de cielo. Me confieso hambriento del Cuerpo y de la Sangre de Jesús. Por eso estoy aquí, al pie del altar, porque tengo hambre y mucha sed, y sé que sólo Él me la puede calmar.
A eso viene cada uno de nosotros, a eso venimos todos, no solo el domingo, sino todos los días. A eso venimos al templo de la parroquia todos los domingos. Porque necesitamos comer la Carne y beber la Sangre de Jesús para tener vida. Esa es mi única motivación.
No es la invitación de una funeraria; tampoco que uno de mi familia fue al despacho parroquial y pagó una misa, sino porque tengo hambre del Cuerpo y sed de la Sangre de Cristo; porque necesito alimentarme mientras camino hacia la casa de Dios Padre en compañía de muchos otros hermanos, anunciando la muerte y la resurrección de Jesús y vivir con Él por toda la eternidad.
¿Se atreven ustedes hermanos a confesarlo?
P. Carlos Marín G.
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